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sábado, 2 de mayo de 2015

"Caminos secretos", por Xuan Bello

Acabo de llegar del Sant Jordi de Barcelona, que es como la Ascensión de Oviedo pero con libros en vez de ganado. La Ascensión es una feria hermosa, la de Sant Jordi es algo increíble. Ya sé que entre vender libros o ganado no media nada, sólo es mercado, pero quien vende libros, y eran innumerables los puestos, trafica con algo esencial: el futuro de la sociedad; y es hermoso ver cómo en el Día del Libro miles de personas se echan a la calle buscando una rosa (esa es la costumbre) y un libro o varios libros que les ayuden en la vida. Como yo vendía uno, que me han traducido al catalán, hube de meditar en la razón por la que lo había escrito. Es más fácil crear abismos que construir puentes que salven los abismos. La realidad se encarga de lo primero; la literatura, de lo segundo. Lo tuve muy en cuenta a la hora de escribir sabiendo que sangraba dolorida el alma mía. Para salvarme anduve unos días un poco triste reflexionando sobre mi felicidad, que era paradójicamente mucha, y la felicidad y las tristezas de antaño. ¿Podría yo elaborar un catálogo de cosas felices? Había años, además, que yo le daba vueltas a ese poema. Si, como quiere Bergson, una sucesión de imágenes contrapuestas, conducidas por un único objetivo moral, llevan inexorablemente hacia un sentimiento de duración y de verdad, de sentimiento que anula un momento el tiempo, ¿no sería posible trasladar los momentos felices de nuestra vida a una página y que en ella quedase atrapada la esencia de nuestro contento? Sí, ya lo se que esto se ha hecho muchísimas veces. ¿Pero sería yo capaz de hacerlo? ¿Cómo hablar de las cosas felices sin que se destile, en ese sentimiento consecuente de duración, una delicada tristeza?
Los momentos más felices de mi vida tienen un absurdo denominador común: yo no sabía en ninguno de esos momentos que era feliz. Le pasa me parece a todo el mundo. Hay muchos momentos, además, en los que he sido feliz e infeliz al mismo tiempo, no porque me gustase complicarme la vida, sino porque la vida viene a veces así: uno descubre en la sebe del último verano las primeras moras al tiempo que descubre el significado exacto de la palabra espina; quise sin embargo intentarlo, llegué a casa, y sobre la blanca página escribí la palabra inconsciencia.
Éramos felices cuando éramos inconscientes. Eso parece verdad: la conciencia anula la felicidad, o por lo menos eso pensaba Marcuse. A mí la inconsciencia me lleva a otra palabra, incandescencia, y la incandescencia me trae siempre a la memoria la nieve; a lo mejor es porque dentro de lo incandescente anda bullendo el apelativo cándido, el color de la nieve, o a lo mejor porque nunca he visto nada más encendido que la nieve sobre las manos tiritantes del mundo. Lo recuerdo perfectamente. Mi abuela Lena entraba por la puerta de casa, en Paniceiros, y ante la puerta de la cocina dijo abrigándose:
—¡Ninos, ta faloupando!
Afuera el mundo era blanco como una tierra sin edad. La etimología del asturiano «faloupu» o «falampu», copo de nieve, revela al parecer uno de esos germanismos raros en asturiano; en la lengua de los suevos significaba ‘chispa’ y supongo que tan faloupu era la chispa que hacía saltar el herrero en el yunque como la que caía, helada y constelada, sobre la mano abierta y generosa del mi valle nativo. La incandescencia de la felicidad tiene mucho que ver con estar a salvo, bien abrigado de la intemperie: afuera llueve, pero aquí dentro de mi corazón está construyéndose una casa que nada ni nadie puede derribar. Miro por las ventanas de la memoria: esos lobos de mi infancia, aquellos que se presentían tras las primeras nieves, son heraldos de la felicidad.
Después de escribir la palabra inconsciencia escribí la palabra vértigo, sin saber muy bien por qué. Para no perderme anoté: siempre que alguien se asoma a un paisaje donde se reconoce siente vértigo de ser. Me acordé de Coimbra, en aquel anochecer de 1984 cuando subí a los tejados de la Universidad: el Mondego abrazaba, como el amador transformado en amada, el silencio de la complicidad; me acordé de Roma, desde el Gianiculo, y aquella conversación con un amigo junto a la Porta de San Pancrazio; me acordé de la bahía de Xlendi, en Malta. Siempre se siente vértigo cuando se ve lo que en verdad uno es: la vida, entonces, sabe a destino.

Escribí, por último, la palabra destino, y quise poner en práctica la teoría: inconsciencia, vértigo, destino. ¿Sería ésa la fórmula de la felicidad? Abrí la ventana: no había nevado, pero el viento había sacudido las flores del cerezo cubriendo la antojana de pétalos blancos. Incandescentes, una a una, las palabras fueron cayendo sobre la página: «La inconsciencia que cualquiera manifiesta hacia su destino de alguna manera evita el vértigo de lo vivido y por venir. Ser feliz no es olvidar un momento que somos capaces de herir o de ser heridos, pero se parece bastante».

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