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jueves, 5 de septiembre de 2013

Mi anciano caballero

La primera vez que contemplé este cuadro era poco más que una adolescente, con motivo de una visita al Museo del Prado organizada por el colegio donde estudiaba. Recuerdo que entonces tres cuadros me impresionaron especialmente y, mientras que todos los demás formaron un amasijo de imágenes sin orden ni concierto, estas tres me tocaron el corazón. Eran La mujer barbuda, de Ribera, El Jardín de las delicias, de El Bosco, y Caballero anciano de El Greco. Y, como os podréis imaginar, por razones muy diferentes. De la primera, además de la sorpresa por el aspecto de la pobre Magdalena Ventura, me impresionó la historia de como esta mujer fue tratada como un fenómeno de feria, la humillación del matrimonio al ser llamados al palacio del Virrey para ser retratados, y convertir así su desgracia en espectáculo. Del segundo, me turbó su sensualidad (entonces nuestra ingenuidad era comparable a la de un niño de pecho), y del Caballero anciano la enorme tristeza que vi en su mirada.















Desde entonces, le he visitado a menudo. Él se mantiene igual, con esa mirada honda, serena y dolorida, y yo he ido envejeciendo. He tenido la suerte de ser testigo del proceso de envejecimiento de mis padres, y esa mirada se me ha ido clavando más y más hondo. Adoro este cuadro, me consuela, me ayuda a vivir. En la exposición La belleza encerrada, de la que os estoy hablando estos días, lo he vuelto a encontrar, en esta ocasión flanqueado por dos caballeros de muy diferente porte y carácter, lo que acentúa más si cabe la honda humanidad del anciano. A la izquierda, Francisco Pacheco, de Velazquez; y a la derecha un supuesto autorretrato de Sánchez Coello.

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